Recuerdo perfectamente que iba conduciendo el auto hacia la guardería después de mi día de clase en el colegio secundario. Giré en la esquina de Elm Park y vi a una señora joven que caminaba junto a una niña pequeña con un bastoncito. Tardé un minuto en darme cuenta, con un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos, de que esa pequeña con el bastón era mi hijita.

Me acerqué a la acera y me detuve para observar. Mi nena necesitaba ese bastón. Era la primera vez que lo veía y fue muy duro. Lloré y lloré. Me sentía tan mal por ella… ¡y por mi! Después de secarme los ojos, seguí hasta la guardería y estacioné el auto, y retrocedí andando hasta ellas. Mientras me aproximaba, llamé a Jameyanne y me acerqué corriendo. “¡Oh—mira este fantástico bastón! ¡Lo estás haciendo muy bien! Muéstrale a mamá. ¿Lo podemos llevar a casa para enseñarle a papá?” Stephanie y Jameyanne lo habían decorado durante el año para Navidad, Semana Santa, el 4 de julio y Halloween. El hermano de Jameyanne, Michael, ¡quería tener uno también!

Mi padre, especialmente, rechazaba el bastón. Dios la iba a curar; ella no necesitaba eso. Dios sabe cuánto lo comprendía yo. De modo que Jameyanne y mi papá y yo fuimos al centro comercial juntos y yo los dejé. Le pedí que la ayudara y la hiciera usarlo en todo el recorrido. Le recordé que la pequeña necesitaba realmente el bastón, pero más aún, necesitaba que a él le gustara el bastón. Lo comprendió y pasaron ese rato juntos—los tres.

Mary E. Fuller
Madre de una hija de 15 años con glaucoma y aniridia
Concord, New Hampshire