Cuando nació nuestra hija en septiembre de 2001, con 25 semanas de gestación y un peso de 500 gramos, pensamos: “Vamos a superar la hospitalización, va a crecer y vamos a estar en casa para la víspera de Año Nuevo (fecha en la que debía haber nacido).”

Poco sabíamos que ese viaje implicaría cinco cirugías, rayos láser, alfileres para mantener sus ojos abiertos durante las evaluaciones y un desesperado vuelo privado a la helada Detroit en enero.

Fue en la semana de gestación número 33, ocho semanas después de su nacimiento, cuando el oftalmólogo vino para hacer esta evaluación. La vimos simplemente como una cosa más que había que hacer, como los muchos rayos X del pecho, gases en sangre y otros tests médicos que formaban parte de nuestra vida cotidiana. Cuando empezó a hablar de “ROP Fase 3” y “Necesidad inmediata de cirugía láser para tratar de salvar las retinas, sentí como si me hubieran estado dando repetidas patadas en el estómago durante días. La ansiedad era tremendamente apabullante y absorbía todos mis pensamientos. Estaba completamente obsesionada con “¡Oh, Dios mío! ¿Y si termina siendo ciega?”

En lugar de prepararme para llevarla a casa aproximadamente en la fecha prevista como otras familias, enfrentábamos la muy real posibilidad de una vida con ceguera. Eso era la parte más terrible de la hospitalización… hasta ese momento.

Lo que no ayudó a esa altura fue llamar a mi madre en el Estado de Washington. Le conté lo que sucedía en el aspecto médico y dije: “Mamá, probablemente mi hija va a quedar ciega por esta afección.”

Ella respondió: “¡Oh, no pienses eso! Ten pensamientos positivos y confía en el Señor.” Encantador. Ignoraba toda la realidad médica que yo había compartido con ella al decir algo totalmente absurdo para mí. Los comentarios sobre la base de la fe que ignoraban los hechos podrían haber ayudado a otros, pero a mí me irritaban y me hacían enojar. No hablé con ella durante semanas mientras los tratamientos y los intentos de salvar algún resto de visión útil se desarrollaban en dos estados diferentes.

Nuestra hija soportó con resiliencia dos cirugías láser para tratar de detener el rápido crecimiento de vasos sanguíneos en sus retinas, pero esto tuvo poco impacto. Después oímos “ROP con otra enfermedad” y “alta probabilidad de la fase 4 y desprendimiento bilateral.” Nos informaron que lo último que nos quedaba por hacer era volar a Michigan para hacer vitrectomías en un intento por salvar lo que fuera factible.

De modo que batallé con mi compañía de seguros para que pagara rápidamente el viaje en el jet privado. Mi hija necesitaba servicios de traslado médico, una incubadora, una enfermera durante el vuelo y un terapeuta de respiración. La ansiedad que sentía al tener conversaciones con gente de los seguros que decía: “Tu plan corporativo no incluye el desplazamiento médico en un jet privado,” cuando sabía durante todo el tiempo que cada día que malgastáramos nos acercaba a la ceguera, casi acabó completamente conmigo.

Finalmente, en dos semanas logramos ir al Centro Médico Beaumont de Detroit para dos “vitrectomías que salvaran los cristalinos”. El estrés de las cirugías que requerían anestesia general para niños era inmenso. ¿Cuando tu bebé pesa menos de dos kilos y su vista depende del resultado? Bueno, ya se pueden imaginar cómo nos sentíamos… Me es difícil describirlo incluso ahora. La mejor frase probablemente es “devastación total”.

Todo esto llevó a una conversación con el cirujano después de la segunda operación que confirmó la peor perspectiva: nuestra hija no iba a tener ningún resto visual útil porque sus retinas se habían desprendido debido a la ROP fase 4. Habían hecho “todo lo que podían” y “hay una buena posibilidad de que tenga sensibilidad a la luz.” Recuerdo que lloré en la habitación cuando se fue el cirujano. Recuerdo las palabras de mi marido: “Me duele la pérdida de su potencial.” Recuerdo que dije que podrían estar equivocados y que ella vería más de lo que pensaban. Pasé directamente al rechazo. Después fuimos a la cafetería para el almuerzo con los ojos muy rojos. Era algo totalmente surrealista.

Volvimos a California con el sentimiento de que habíamos hecho verdaderamente todo lo que era posible por nuestra hija. Nos consolábamos con eso mientras nos preparábamos para llevarla a casa y enfrentar la realidad de criar una criatura que no podía ver.

Hasta este punto, nos habíamos creado un mecanismo realmente bueno para sobrellevar todo. Cuando estábamos juntos al lado de la cama de nuestra bebé en la NICU (Neonatal intensive-care unit -Unidad neonatal de cuidados intensivos), documentamos la experiencia de sus 21 semanas para nuestros amigos y nuestra familia. Escribimos en el sitio web un relato en primera persona, como si nuestra hija estuviera contando su propia historia (www.babymilagro.org).

Cuando llegamos a este punto sobre la ceguera, yo no pude escribir más. La conmoción fue demasiado grande. No podía empezar a expresar el dolor, especialmente por la forma en que habíamos llegado a averiguar la realidad. No fue en un momento de diagnóstico o examen. Fueron meses de recibir y digerir información, investigar, agonizar, rezar, soportar operaciones con láser y ayudar a nuestra hija a recuperarse, a la espera de buenas noticias que no llegaban, luego el vuelo a Michigan, el esfuerzo de prender con alfileres nuestras últimas esperanzas en dos asombrosos cirujanos de allí, volver a ayudarla a recuperarse otra vez de las cirugías y, una vez más, en última instancia, no tener ninguna buena noticia. Fue un muy terrible vaciado emocional que terminó en una pérdida totalmente irreversible. Finalmente, escribí algo, tratando de imaginar qué diría ella a esta altura si pudiera hablar. Fue muy, muy duro escribir, pero tenía que hacerlo.

No había nada que me hiciera sentir mejor en esos meses terribles, excepto una cosa hermosa… tener a mi bebé en brazos. La tenía, lloraba por ella y siempre le prometía que nunca me olvidaría de que primero y principal, ella es mi hija. Que cualquier cosa que sucediera, yo estaría allí. Me comprometí ante ella repetidamente; era lo único que cicatrizaba mi alma plena de dolor. Años más tarde, leí este sentimiento escrito sucintamente en alguna parte: “Nunca abandones a tu hijo en manos de la discapacidad.”

Cuando veía a mi marido con la bebé en brazos durante esas semanas, y cuando pasó su cumpleaños con la pequeña que se recuperaba con un ojo tapado, contemplaba una imagen que voy a llevar por siempre en el corazón: total amor y devoción. Él también asumió el mismo compromiso con ella, a pesar de la pérdida, a su propio modo de papá.

Hemos mantenido la palabra dada a nuestra hija, que ahora asiste al jardín de infantes, toda una fuerte y resiliente criatura. En cuanto a mí, verdaderamente, nunca pasa un día sin el recuerdo de esos terribles meses de pérdida dolorosa y gradual -meses preguntándonos si esa diminuta niña mía viviría o moriría esta vez, bajo la anestesia- ¡lo hicimos cinco veces en dos meses!

Un día, dentro de una década, le voy a contar esta historia. No tengo paciencia de esperar a oír lo que me dirá en ese momento. Es algo que espero con ansiedad y una mezcla de alegría y miedo.

Quizás sea por mi naturaleza obsesiva. Quizás la cicatriz de la experiencia fue tan profunda que estoy destinada a toda una vida de imágenes retrospectivas. En cualquier caso, en esos momentos en que vuelven los recuerdos de los momentos de duelo, me acerco a mi hija y la abrazo. Lloro silenciosamente durante unos segundos y luego sonrío cuando grita: “¡Te quiero, mamá!” Igual que antes, ella es la que me da fuerza. Sé que esto va a ser así durante el resto de mi vida.

Grace Tiscareno-Sato
Madre de una niña de seis años con retinopatía del prematuro
área de la Bahía de San Francisco, California